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Con el surgimiento del correo electrónico y los mensajes de texto, a través de cualquier celular, tableta o computadora, se ha ganado mucho tiempo y facilitado la atención de muchas emergencias. Imagínense lo que significaba enfermarse en 1800… Vivir lejos del pueblo y no tener el 911 para marcar rápidamente y que venga la ambulancia. Pero, si bien muchas cosas se han facilitado, otras han cambiado tanto que se han perdido ciertas alegrías que resultaban de momentos memorables. Me refiero a lo que significaban las cartas: la escritura, el envío, la esperada llegada y la lectura.
Cuando se enviaban cartas no se temía una filtración de información, a menos que seas un perseguido, por lo que el papel se convertía en la plataforma perfecta para desbordar todos tus pensamientos y emociones. De ahí que encuentres fragmentos de cartas de amor que parecen arrancarte algo del pecho, tirarlo al piso y escupirlo. Eso que conocemos como: cuando se te hace chiquito el corazón.
« Cartas de la guerra: Roosevelt, Hitler, Gandhi y Einstein »
Aquí quiero dejarles algunos pedazos de misivas que encontré en el libro «Cartas memorables», una recopilación de Shaun Usher. Porque, irónicamente, los ciudadanos del siglo XXI no podíamos quedarnos sin leer las cosas privadas de otros.
De la esposa de Kimura Shigenari a su marido
Kimura fue un samurái y héroe de Japón que, en 1615, se preparaba para sitiar Osaka. Él iba muy confiado, pero su esposa conocía la inferioridad numérica de las tropas de Kimura. Por esa razón ella le escribió su última carta:
Durante estos últimos años tú y yo hemos compartido la misma almohada como marido y mujer, con la intención de vivir y envejecer juntos, y me he sentido tan apegada a ti como tu sombra. Así lo creía yo y me parece que tú también pensabas lo mismo. (…) Yo he renunciado ya a toda esperanza de vivir juntos en el futuro en este mundo y, teniendo en cuenta su ejemplo, he decidido dar el último paso ahora que aún estás vivo. Te estaré esperando al final de eso que llaman el camino hacia la muerte.
Efectivamente Kimura murió y, como ella prometió, se quitó la vida.
De Emma Hauck a su esposo
Emma ingresó al hospital psiquiátrico el 7 de febrero de 1909 por un diagnóstico de dementia praecox, ahora conocido como esquizofrenia. Primero pareció recuperarse por lo que después de meses salió del hospital pero volvió a empeorar determinándole en estado terminal por lo que la ingresaron en el manicomio. Falleció encerrada allí y más adelante se descubrieron unas cartas escritas con una caligrafía obsesiva. Todas iban dirigidas a su esposo ausente, Mark. Lo único que se puede leer es:
Tesoro de mi corazón ven. Ven ven ven ven.
Esto, una y otra vez.
De Robert Scott a Kathleen Scott
Robert Scott fue un reconocido explorador británico que en 1912 llegó, junto a su tripulación, al Polo Sur, logrando una hazaña sin igual. Sin embargo, una vez allí supieron que la carrera ya la había ganado Roald Amundsen. Desmoralizados empezaron el retorno, pero las tormentas fueron cobrando la vida de toda la tripulación y, como Robert lo imaginaba, llegaría su turno. Por eso escribió una última carta que tituló: Para mi viuda.
Querida mía no quiero que caigas en sentimentalismos baratos sobre la posibilidad de casarte de nuevo: cuando llegue el hombre apropiado para echarte una mano en la vida, has de volver a ser feliz. (…) Querida, no me resulta fácil escribir debido al frío, 70 grados bajo cero sin más refugio que el que nos proporciona la tienda, sabes que te he amado, sabes que mis pensamientos siempre han estado contigo y, ¡ay de mí!, es preciso que sepas que lo peor de esta situación es la idea de no volver a verte.
De Richard Feynman a Arline
Richard, junto con dos colegas, en 1965 obtuvieron el Premio Nobel de Física por sus contribuciones a la electrodinámica cuántica. Veinte años antes, en 1945, su esposa moría en una dura batalla contra la tuberculosis. Seis meses después él le escribió una conmovedora carta que guardó en un sobre hasta el día de su muerte.
Cuando estabas enferma te preocupabas porque no me podías dar algo que querías darme y creías que necesitaba. No tenías de qué preocuparte. Como ya te dije entonces, no había ninguna necesidad, porque te amaba mucho y en todos los sentidos… Y ahora, sin duda, es más cierto todavía: ahora no me puedes dar nada, y sin embargo te amo tanto que me impides amar a nadie más, aunque yo quiero que siga siendo así. Tú, muerta, eres mucho mejor que cualquier otra persona viva. (…) No lo entiendo, porque he conocido a muchas chicas y muy agradables y no quiero estar solo, pero después de dos o tres encuentros todas ellas parecen cenizas. Solo me quedas tú. Tú eres real. Amo a mi esposa. Mi esposa ha muerto.
De Virginia Woolf a su esposo
La escritora sufría de un fuerte trastorno de bipolaridad y a pesar de ello, su esposo la amaba profundamente y acompañaba en todas sus crisis. Sin embargo, ella no pudo luchar más y se quitó la vida el 28 de marzo de 1941. Ella dejó una nota de suicidio a Leonard Woolf, su esposo.
Tengo la certeza de que voy a enloquecer de nuevo. (…) Empiezo a oír voces y no puedo concentrarme. Así que voy a hacer lo que me parece la mejor opción. Me has dado la mayor felicidad posible. (…) Ya no puedo luchar más. Sé que te destrozo la vida, que sin mí podrías trabajar. (…) No creo que dos personas pudieran ser más felices que nosotros.