Compartir
Por: María Laura Mieles
Tenía 13 años, cursaba el décimo año de EGB en el colegio y, para ubicarlos en tiempo y espacio, era esa dulce época en la que Britney Spears era la princesita del pop, que en las radios aún sonaban las canciones de los Backstreet Boys y yo aún le hacía ropa a mis muñecas al llegar de clases.
Un día, mientras caminaba las cuatro cuadras que me separaban del colegio, se unió a mi caminata un niño que había visto algunas ocasiones durante los recesos. Sin emitir palabra alguna, me acompañó hasta la puerta del aula y se despidió con una sonrisa. Me intrigó. No tardé en averiguar que estaba en el mismo año que yo, pero en otra aula -ya que dada la cantidad de estudiantes, nos habían distribuido en varios grupos-, que jugaba muy bien al fútbol y que le gustaban muchísimo las hamburguesas que vendían en el bar.
Pasaron las semanas y me lo topaba en algunos lugares. Fue tanto así, que hasta amigos en común teníamos y yo recién me enteraba. Estaba consternada. ¿Dónde había estado este niño todo este tiempo? ¿Se habrá fijado en mi? ¿Por qué me acompañó ese día con esa complicidad de quienes comparten un secreto juntos? Y fue ahí, justo después de esa cascada de preguntas, en donde me di cuenta lo mucho que me gustaba.
Lo buscaba, no voy a negarlo. Me conformaba con verlo de lejos aunque no me dirigiera la palabra. Era confuso: me gustaba verlo, pero no quería dar la oportunidad de entablar una conversación. ¡Ni siquiera sabía su nombre!
Resulta que tuvimos un evento fuera del colegio al que asistimos todos los estudiantes de décimo año de algunos colegios, y ¿adivinen qué? Entre tantas personas y posibilidades, ¡me tocó sentarme junto a él! Mis manos sudaban, como seguramente podrán imaginarse, creo que nunca antes había estado tan nerviosa. El tiempo que transcurría y la tranquilidad que emanaba me ayudaron a calmarme.
Pasada la media hora del evento, de la nada me miró. Al percibir su mirada, no tuve otra opción que mirarlo también. ¡Tenía las pestañas más lindas que había visto! Nos quedamos en esas dos minutos aproximadamente, cuando -sin más- se me acercó y me dio un beso. Sí, me besó, sin pedir permiso ni perdón, solo lo hizo. Fue un beso tímido y muy dulce. Eterno pese a haber durado menos de dos segundos.
Empalagada de ternura, apenas 10 minutos después pude reaccionar y ver a mis amigas conmocionadas por lo que había pasado. Todos mis compañeros nos habían visto, hacían cháchara sobre ello y francamente, no podía importarme menos. Estaba perdida, repitiendo en loop aquel momento.
El ambiente mágico y dulce se interrumpe de forma abrupta, cuando la profesora toma mi mano y me dice: “María Laura, esto lo va a saber tu abuelito”.
Dejando atrás el susto, la regañada y las lágrimas adolescentes, luego de que mis abuelos me castigaran sin salir por un mes, fue una de las mejores experiencias de mi vida. A pesar que no pasó nada más con ese niño, por el miedo atroz que tenía a ser castigada nuevamente, admiro algunas cosas de él.
Debes ser muy valiente para hacer ese tipo de cosas ante 200 personas, en su gran mayoría adolescentes. Y, si bien es cierto, por cuestiones de machismo, él tenía las de ganar -créanme-, le hicieron bullying hasta después de 6 meses, especialmente porque no me convertí en su novia pese a que me lo pidió. Mis abuelos eran muy estrictos.
Al año siguiente cambié de casa, de colegio y de amigos y nunca más volví a saber de él.
Creo firmemente que eso hace que aún recuerde con muchísima ternura y complicidad aquel primer beso y recuerde con cariño la sensación de todas las mariposas explotando en ese momento.