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Todo empezó hace una semana exactamente. La jefe de redacción me anunció que tendría que pasar 7 días sin decir malas palabras. ¿Sencillo, verdad? No me lo pensé mucho, aunque sabía que no sería fácil porque lo primero que solté después del anuncio fue un «¡Rayos y centellas!» aunque lo que realmente quería decir era «¡Me lleva el diablo!».
Pronto me di cuenta que las malas palabras son una construcción social extraña. La sola mención de un rayos hacía que algunos de mis compañeros me miraran como para ver cuando soltaba una palabrota. Otros la consideraban una mala palabra y en fin… Parece que hay una convención social, pero -como en todo- también una construcción personal.
Debo decir que pasar 7 dias sin decir malas palabras no fue fácil. Fallé varias veces. Decidí multarme con US $1 por cada vez que decía una y contaba los strikes por días. En promedio tuve entre dos y tres stickers de lunes a viernes. También apunté las palabras que decía y en qué contexto para ver por qué las decía.
Descubrí que la mayoría de las veces las uso sin necesidad, como un atajo para expresar ideas más complejas. En estos casos, las palabras soeces solo están cortando mi vocabulario porque estoy cómoda usándolas para expresar lo que quiero y no me doy al trabajo de buscar unas más adecuadas. Por ejemplo, cuando digo que la comida está «del p*t* madre» podría decir que estaba riquísima, buenísima, exquisita, sabrosa o apetitosa.
Otro uso es el que les di cuando me di en el dedo pequeño del pie con el sofá y cuando mi gata decidió que era buena idea levantarme a las 4:00 de la madrugada, para que le diera de comer mordiéndome los pies. En el caso del sofá fue porque quería una palabra que resumiera y diera forma a ese dolor horrible e inefable. Soltar un «ponis que corren por la pradera» no tendría el mismo efecto catártico. En el segundo caso, el de la gata, ese «mier…» realmente solo quería resumir mi frustración. Yo quería dormir y la gata no me iba a dejar hacerlo. De ninguna manera. Tocaba darle la comida para que me dejara volver a dormir. ¡Y aún así no me dejó en paz!
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Durante la semana me encontré reflexionando sobre las diferencias entre unas malas palabras y otras. No es lo mismo decirle a alguien «hijo de puta» o «hijueputa» que «hijoputa». Cuando llamas a alguien «hijoputa» te refieres a él/ella como una mala persona, lo insultas a él/ella. Cuando le llamas «hijo de puta» quieres insultarle a él/ella, pero el insulto se extiende a la familia. ¿Habrán más malas palabras a las que se les pueda aplicar esta lógica? Buscando en internet no encontré la respuesta, pero me topé con estos datos interesantes:
- Aproximadamente un 0,7% de las palabras que usamos en el día son de este tipo. Casi en la misma cantidad que los pronombres.
- A los dos años, un niño ya sabe por lo menos una mala palabra, pero no el abecedario.
- Aparentemente, las clases medias altas maldicen menos en su intento de agradar a las clases altas. También porque decir malas palabras se considera descortés…
- La personas que sueltan ‘tacos’ tienen más tolerancia al dolor y a las temperaturas extremas.
Al final de la semana puedo decir que el único día que no dije palabrotas ni pensé en ellas fue el sábado. El domingo solo tuve un strike. Creo que se debió a la práctica de autocontrol toda la semana, pero también porque los fines de semana son más relajados… Aunque la gata siga mordiéndome los pies.