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Hay una respuesta casi multitudinaria y generalizada a la pregunta ociosa de: ¿Qué música te gusta?
La mayoría de las veces la respuesta es -con sus ligeras variantes- más o menos la misma: “Me gusta de todo”. Sin embargo el análisis puntual de este tipo de respuestas conduce a un conflicto mental que deriva en múltiples conclusiones. Probablemente la música no tiene un valor importante para aquella persona, y por lo mismo, no se ha tomado el tiempo para discernir las cualidades de cada género, para comprender lo que se escucha de una forma más juiciosa y, por ende, desarrollar alguna preferencia.
¿Quién responde “de todo tipo” cuando le preguntan sobre el tipo de hombre o mujer que prefiere? ¿Quién se atrevería a responder de ese modo cuando le preguntaran el tipo de casa en el que quisiera vivir, la carrera que quiere estudiar, el empleo que le gustaría tener o el salario que le gustaría percibir?
Pero, ¿por qué tendría que tener importancia saber escuchar música?
No todos sabemos sobre literatura, arte pictórico, teatro, danza, o artes escénicas en general. Crecemos con la idea de que se puede vivir sin saber diferenciar entre una pintura de Da Vinci y otra de Rembrandt. No sentimos amargura ni agobio cuando escuchamos que en el teatro local se está presentando una obra de Stanivlasky. ¿Quién se siente sonrojado cuando en una encuesta pública es capaz de reconocer a Messi, pero no puede mencionar un solo protagonista de la independencia de su país?
Y es que, para fomentar la tolerancia y la diversificación cultural se ha impuesto la idea de que la preferencia de alguien por determinado tipo de música es simplemente cuestión “de gustos”. Cuando en realidad el modo de un individuo para apreciar las artes, es inherente a cientos de factores socioeconómicos, políticos, espaciales, temporales y educativos que determinan no sólo su modo de apreciación, sino la forma en que vive y entiende los fenómenos y cambios artísticos.
En este contexto, las sociedades entienden que la música clásica, el jazz, el reggaeton y la bachata son expresiones humanas con el mismo valor y que la preferencia por una u otras no es cuestión de clases sociales ni educación, sino de una simple preferencia que no merece mayor análisis. No debemos quitarle mérito a esta forma de pensar que promueve la igualdad, la no estigmatización y que da la bienvenida a cualquier forma de expresión humana. El problema es que cancela cualquier juicio objetivo que pretenda indagar sobre la calidad técnica de la música e impide su correcta categorización.
La ausencia de un público exigente y preparado, trae consecuencias catastróficas:
1. Los buenos músicos entienden que no es necesario esforzarse por crear contenidos de calidad, pues cualquier basura podría ocupar el número uno en las listas de popularidad.
2. Los malos músicos siguen generando basura.
3. Los buenos músicos que no son conocidos, encontrarán miles de obstáculos para darse a conocer.
4. La música que elogia al crimen organizado y promueve la violencia, se seguirá infiltrando con extrema facilidad, sobre todo en sectores vulnerables.
Al abordar un autobús en la ciudad de México, hallamos a un chofer que escucha un disco de corridos donde todas las canciones poseen la misma cadencia simple de acordes, con un discurso plagado de errores lexicológicos que narran la vida de un sujeto que posee camionetas y mujeres. En contrapartida, en las grandes plazas comerciales se puede escuchar música electrónica, techno o dubstep, con ritmos cíclicos y efectos “alucinantes” para los jóvenes.
He llegado a escuchar a Bruno Mars rasgando la guitarra cuatro acordes con la misma habilidad que lo hacen quienes suben al transporte público, solo que sin el maquillaje o la mercadotecnia. La semana pasada escuché a Natalia Lafourcade con una canción que recicla armónica, rítmica y melódicamente una canción de 1973, escrita por José Luis Perales e interpretada por Jeanette.
Y es de este modo que confirmo lo que dice una famosa frase proverbial: “En todas partes se cuecen habas”.
Y, ¿tus gustos musicales también son indefinidos?
Texto por: Josué Acuña