Festejando a Guayaquil con ojos en los 80

Fiestas de octubre de Guayaquil como si fuesen los años 80. Sí, ¿por qué no? Déjenme contarle lo que registra mi memoria.

Fiestas de octubre de Guayaquil como si fuesen los años 80. Sí, ¿por qué no? Recordarlas aprovechando que está de moda dicha década, mientras algunos aguardamos la segunda temporada de Stranger Things (¡27 de octubre, jóvenes!), viendo otras series recomendadas de Netflix o compartimos ofertas de trabajo en LinkedIn. Como ven, no soy dado a la nostalgia en estos tiempos, quizá porque me gustan las tecnologías actuales, o porque viví esa década sin indicios de internet y recuerdo haber ansiado saber qué pasaba en ese instante en otros lados del mundo. Ahora primero busco en Twitter o googleo en mi celular. Y lo que no aparece, ¿no existe?

Ya sea que lo pasado pertenezca al pasado, el patacón pisado sigue siendo delicioso desde que recuerde. Pausa: Los crujientes patacones son -para quienes no lo saben- rodajas de plátano verde frito, majadas, vueltas a freir y échele sal. Un sabor que me rememora a las fiestas guayaquileñas que en ese tiempo yo veía en el barrio norteño donde vivía, la Atarazana, desde la ventana. Nada me impedía salir, pero entonces prefería leer mucho y salir poco, y la ventana era mi suerte de tablet interactiva, donde la app de las fiestas octubrinas me hacía un streaming bastante veloz sobre los sucesos de la vereda y la calle adoquinada, que había sido adornada con banderitas sogas que cruzaban de poste a poste.

El goce de ver lo que sucede en la ciudad desde un punto elevado. Foto: Pixabay.

El presidente del comité barrial y su comitiva en los días previos había visitado casa por casa a las familias pidiendo colaboración para mandar a hacer la cinta de la reina y además comprar los ingredientes de la comida criolla (arroz con pollo, hayacas y una torta). Además siempre había una señora que ese día también independientemente de los fondos recaudados, iba a aprovechar para hacer caldo de salchicha y desde ya iba anunciando para que la gente reserve y le lleven una olla donde ponerlo. No es que no hubiese tarrinas plásticas o de expumaflex, pero sonaba caro e ilógico gastar en eso pudiendo pasarle una olla a la vecina. Lo que sí no había era agua embotellada, eso era un concepto demasiado de avanzada (que ahora en realidad se convirtió en un retroceso ecológico), ponga agua en una jarra o tome del grifo.

Foto: Web Guayaquil es mi destino.

«Si te llamó la atención la foto de la iguana, haz clic aquí»


La señora enfrente de mi casa era una de las más colaboradoras y diagonal a mi casa estaba la familia que vendía las cervezas y las colas, además de poner la música a todo parlante, así que todo lo principal ocurría allí mismo. Primero eran los campeonatos relámpagos de indoor (saca tus 5, es decir escoge tus cinco jugadores y a jugar pelota con un balón durísimo lleno de aserrín). Los partidos preliminares del campeonato ocurrían en una explanada cercana, porque la peatonal adoquinada frente a mi casa era más bien usada para que los mayores jugasen ecuavoley (tres personas por bando). La gente se sentaba en la vereda, o en el muro de mi casa, que por entonces no tenía rejas. Nunca quise jugar, pero debo reconocer que era divertido verlo, e incluso mis hermanas a veces prestaban mi pelota para que jueguen los vecinos. En las mesas frente a la casa de la familia salsera ponían la comida, los premios para los participantes de la carreras de encintados (chicos en bicicleta que iban arrancando cintas colgadas en el camino); la clásica carrera de ensacados, una vehemente competencia de unos veinte metros ida y vuelta de brincos dentro de sacos de yute. Pero más festejada era la carrera de huevo con cuchara. Se ponía un huevo, no recuerdo si lo cocinaban, supongo que sí para no ensuciar y reusarlo cuando se caía, Ese huevo iba a una cuchara que sostenías en la boca y debías caminar, no correr, rápido a la meta. La que alguna vez sí intenté fue la carrera de tres piernas. Allí te atas a la pierna de un compañero y sales flechado, ida y vuelta, donde nunca faltaban los tramposos que regresaban antes de completar el primer tramo.

Se jugaba la final del indoor. Donde los ganadores y los asistentes ya andaban refrescados con abundante cerveza y, algunos de ellos estaban apuntados para el evento principal de la jornada: El palo encebado al caer la tarde. Eso sí que era espectacular. Levantaban un poste de madera, una caña ancha (a veces se usaba un poste de electricidad) en cuya punta había un premio. El competidor era llenado de aceite o de grasa y de alguna forma que nunca atiné a entender, esa grasa y el poder de sus extremidades le daban maña para escalar metros y metros. Era una tarea difícil, la gente se alborotaba, yo mismo dejaba la comodidad de mi ventana y salía al portal a ver a los contendientes. Recuerdo que un chico llamado Julio era el que usualmente ganaba. En esos tiempos no existía el deporte de la escalada olímpica, pero sin duda debía tener potencial para ello. No en vano todos estos chicos paseaban por los techos de las casas del barrio. No para nada malo, aunque mi mamá sí les gritaba ¡Bájense!, sino para recorrer como unos verdaderos Tom Sawyer y jugar a los arcos y flechas que hacía con tubos plásticos, cordeles, maderas y tapillas de cola enrrolladas en su punta. También me gustaba subir al techo de mi casa y ver como el cerro del cementerio general nos hacía un excelente fondo de pantalla.

En cierta forma el Mono del túnel también está subiendo el palo encebado. Foto: Web Guayaquil es mi destino.

La noche llegaba y empezaba la fiesta de los grandes y los ¡viva Guayaquil! Y no es que era todo mejor, porque no lo era. Había muchos problemas de planificación y descontento social también (el personaje de Juan Pueblo era bastante crítico de la realidad entonces), pero debo reconocer que había magia en esa comunidad que se armaba en muchos barrios. No solo en los 80, sino antes y en los 90 incluso. Ya no la veo desde mi ventana actual, ni desde la de muchos de mis amigos de la urbe. Aún debe de haber sin duda, y podría ponerme a buscarlo en los barrios donde aun persiste esa tradición (o aunque sea en youtube), pero el verdadero sabor era experimentarlo donde uno vive. Y donde yo vivo, no hay ni una banderita.

Esa app de mi infancia me fue desactualizada y ahora solo me resta escribirlo en un blog a breves rasgos, como un respaldo a la memoria común que tantos guayaquileños compartimos. Y como tarea buscar una bandera y  ponerla en mi ventana, en lugar de ponerla de foto de perfil del whatsapp.

Redacción Makia:
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